La fiesta de los Quintos pervive en pueblos de Segovia y de España. Su historia arranca en el siglo XV, cuando Juan II de Castilla impuso a uno de cada cinco varones la «contribución de sangre» de servir durante varios años al ejército real. Felipe II retomó la fórmula. En los siglos XVIII y XIX, cuando más sangrientas eran las guerras coloniales de ultramar, se legalizaron dos coladeros para que las familias con recursos pudieran liberar a sus hijos de esa carnicería, a cambio de un pago (redención en metálico) y, más adelante, con la vileza del soldado sustituto. De cada dos que embarcaban, volvía uno. Este desafuero duró hasta 1912, aunque la farsa se prolongó con la figura del soldado de cuota. Quedaba aún la guerra de Marruecos, con la masacre de Annual. Cuidemos la paz y la democracia, porque las guerras las sufren unos más que otros.
Me centro en los Quintos. Durante los 89 años que duró el servicio militar obligatorio (1912-2001), en muchos pueblos, cada cual con su liturgia, surgió pronto la fiesta de despedir a los mozos, en puertas de ir a la mili. En El Espinar comenzó en 1917 y se convirtió pronto en tradición, imprescindible dentro de los programas del Caloco y de San Rafael. Nunca fue una simple juerga de juventud, pues pronto se consolidó como un rito iniciático colectivo, que escenifica el paso de la juventud a la madurez. El tiempo ha corregido excesos.
Afortunadamente, la mili concluyó, pero el festejo continúa con lógicos cambios legales, enriquecido con detalles positivos: ahora, también lo celebran las mujeres, lo confirman los que torearon hace 25 y 50 años, se recuerda a los que ya no están, se refuerza el sentimiento… Los desfiles y actos se desarrollan con belleza, elegancia y emoción. Esos días, todos volvemos a ser quintos. Se es siempre.
En 1971 toreé (es un decir). 52 años después sigo siendo quinto de aquellos que nacimos en 1951, toreamos en 1971 y 1996, desfilamos en 2022 y mantenemos una unión natural que, con el paso del tiempo, se ha decantando en un sentimiento que comprime los mejores valores de la amistad, el compañerismo y la vecindad, sin que lo quebranten la distancia, el tiempo, el dinero, la posición social, las creencias ni las ideologías. Vivir es convivir.
Ser quinto a los 72 años me accede a refrescar con mis iguales una visión más clara de lo vivido, juntos o por separado. Sirve también para que los que tuvieron que marchar del pueblo, puedan volver a él con dignidad y encuentren su sitio. Nadie quiere más a su patria que aquel que la pierde.Envueltos por un clima de lealtad y complicidad, estos reencuentros nos permiten repasar con tolerancia las locuras de los años mozos y, luego, las distintas etapas de la vida, con momentos para reír y para llorar. Hay un tiempo para cada cosa. Estas emociones felices sólo son posibles en los pueblos, algo bueno ha de tener resistir en ellos.
Teo y yo somos quintos, de la misma cuadrilla, toreamos juntos… Muy unidos, hemos llorado de niños la temprana muerte de su padre y, más adelante, la de mi hijo. Tiene buena cabeza, la ensanchó con la enciclopedia Espasa del Ayuntamiento, siempre me gana al ajedrez, y al billar no me deja ni tocarlas; nos hemos corrido juergas sublimes, algunas inconfesables; por eso de que los dos cumplimos años en la semana del Caloco, la romería se nos quedaba pequeña; me libré por casualidad de aquel aparatoso accidente, cuando teníamos trilladas todas las fiestas de la sierra, al sur de Segovia, y nos creíamos que el Mini verde se sabía de memoria el camino de regreso a casa, de madrugada.
Con la mirada nos entendemos. La última tarde feliz, en La Corredera, repasamos con carcajadas y cervezas la sinrazón que ahora impera. Era tiempo de reír. No sospechábamos lo que nos esperaba.
El pasado 31 de julio, hacía mucho calor en toda España, también en el nordeste de Segovia. Teodoro González es un andariego consumado. Aquí, se tiene pateada La Garganta, Aguas Vertientes, el Boquerón, los Campos Azálvaros, el Caloco, las Rinconadas…
A Cilleruelo de San Mamés, donde ahora crecen sus nietos, acude a menudo, empujado por el amor de padre y de abuelo. Cada mañana, abre una nueva ruta por esa comarca tan abandonada, en la otra punta de la provincia, donde hay mucho terreno vacío y pocas almas; frío en invierno y un sol inclemente en verano. Campo, campo, campo y poca sombra; sabinas, espinos, encinas, robles… muy retorcidos.
Teo busca la soledad y la belleza en lo extremo. Se deja llevar por el sentimiento. El 31 de julio subió a pie por vez primera al santuario de Hornuez, muy similar a la ermita del Caloco. Hacía mucho calor. Sobre las 11 llamó a su hija desde Moral para indicarle su disposición a regresar a casa, para almorzar, y se quejó de que se quedaba sin batería en el móvil. Desde entonces, todo es silencio y una angustiosa búsqueda, sin final.
Ser quinto a los 72 años es formar parte de un todo y sentir que el destino te ha arrancado un trozo de este cuerpo, con el dolor añadido de no saber qué ha pasado, dónde está ni cuándo va a aparecer. Ahora toca esperar y llorar.