Jo! En marzo de 2006, Serrat fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. No sé a cuenta de qué me invitaron al acto y me sentaron al lado de Enric Sopena, que hace días nos ha dejado. Vaya por él este recuerdo.
Luego hubo más historia, pero ya casi no me acuerdo de los detalles. Escribí un artículo. A ver si lo encuentro. Aquí está:
EN LA CARRERA DE SAN BERNARDO HUELE A CATALUÑA
El Adelantado de Segovia, Periódico El Espinar y Crónicas del sentimiento.
Mis amigas son gente cumplidora que saben de mi devoción por todo cuanto hace Serrat, y que hasta se embarcan conmigo esas aventuras que improviso hacia el destino de la ilusión, a poco que el corazón se me embala.
Al Paraninfo de la Universidad Complutense, en la Carrera de San Bernardo, se accede por rigurosa invitación. Ana me ha tramitado una como antiguo alumno de la Complutense, también tengo en reserva otra que es infalible, la de enviado especial del periódico “El Espinar” (tengo que decirle a Chuso que me haga una tarjetilla para estos casos).
Media hora antes del mediodía, la estancia está repleta. Iñaki Gabilondo anticipa que el acto va a ser precioso; Antonio Fraguas, “Forges” en catalán, que sigue dibujando los montes de mi pueblo como fondo de sus viñetas, atiende mi aclaración de que comparto con Serrat dos universidades, la Complutese y la Laboral.
Ana Belén, Víctor Manuel y Rosa León se acoplan juntos, como cuando los contratamos por el Ayuntamiento en el verano de 1984 para que actuaran en mi pueblo (aunque sé de mi condición de intruso en estos saraos, con ellos pego la hebra). Rafael Azcona se sienta junto a Almudena Grandes, Manuel Vicent, Peridis y Jaime de Armiñán; la tropa política es notable: Manolo Marín, Joan Lerma, Rafa Escuredo, Juanito Barranco, Pepiño Blanco, Nicolás Redondo, Santiago Carrillo, Paco Frutos, ministros y ministras de Zapatero… Sonsoles Espinosa, consorte de Zapatero, está junto a Candela Tiffón, la mujer de Joan Manuel.
Esperanza Aguirre, máxima autoridad política del acto, aguanta la avalancha de “rojerío” sin perder su sonrisa horizontal en ningún momento. Cuando Felipe González se incorpora al grupo, desde una puerta del fondo, se hace un silencio y las miradas se centran en él. Felipe es siempre Felipe.
La Orquesta y el Coro de la Universidad Complutense comienzan a interpretar Aquellas pequeñas cosas (esas que “nos hacen que/ lloremos cuando/ nadie nos ve”); es la señal para que la comitiva, formada por el Maestro de Ceremonias, el Rector Magnífico, el Consejo de Dirección, los 26 representantes de las Facultades y Escuelas Universitarias y un emocionado Joan Manuel Serrat, entre en el Paraninfo y recorra, con solemnidad, el corto camino hasta los escaños.
Lucía del Pozo, mi fotógrafa predilecta, se mueve con desparpajo entre los chicos de la prensa y dispara su cámara sin mesura. Luego me dirá que sigue cautivada por la belleza de la ceremonia, por el equilibrio de los colores y las formas, y por la hermosura de la música y las palabras.
El discurso magistral del profesor Casares, y luego otro más comprometido del rector Berzosa, comprimen la trayectoria y los méritos del nuevo Doctor, y con él el reconocimiento universitario a la música y la poesía popular. Cada argumento es respondido por los asistentes por signos de afirmación; es como si, desde el estrado, estuvieran recitando un guión colectivo que los de abajo han escrito y saben de memoria.
Nunca he sentido a mi Universidad, con toda su liturgia, tan empapada de pueblo (“de lo más alto que puedo/ me tiro abajo a cantar”. Carlos Cano), ni a mis iguales tan identificados con lo que dicen los representantes de la institución de la cultura y el conocimiento intelectual.
El Doctor Serrat está nervioso; le he visto mil veces y sé que está nervioso; la pernera del pantalón le baila como una lagartija. Para calmar las mariposas que le revolotean en el estómago, comienza con algunos guiños de humor que arrancan sonrisas; y luego, sin abandonar el tono sereno y la palabra cercana, pronuncia un discurso hondo y serio en el que no faltas referencias a la normalización ligüística, a su hermoso oficio de crear canciones, a la divulgación de los poetas que le conmovieron o al compromiso permanente con la libertad y la justicia. Charnego en Cataluña, catalán en Madrid, culé confeso, vuelve a arrancar la risa del respetable: “Gracias por el premio; ya sabes ustedes que a los catalanes lo que más nos gusta en ganar en Madrid”. Interpreto que el lance va más allá que la simple ironía deportiva. Me atrevo a pronosticar que el catalanismo profundo y cotidiano de Serrat, verso a verso, gana y ganará siempre en Madrid, del mismo modo que la España de la Constitución y los valores democráticos gana todos los días, por goleada y sin estridencias, en la Cataluña de todos.
La ovación al nuevo Doctor rompe la etiqueta y el protocolo, supongo que el infarto y el cáncer se curan mucho mejor con dosis generosas de cariño. Cuando se sienta de nuevo, los aplausos continúan; en el espacio selecto, Felipe se pone en pie y todos le imitan. Apuesto a que sigue siendo una referencia viva.
Ya solo quedaba el “Gaudeamus igitur” y un nuevo desfile ceremonial. Desde hace algún tiempo, ya no se me cuecen las emociones dentro, de modo que, cuando la comitiva llega a mi altura, libero el pensamiento en voz alta: “¡Visca la mare que et va parir, Juanito. Visca Catalunya y Viva España!” Mi compadre Serrat asiente con la mirada y los aplausos vuelven a surgir generosos y espontáneos; mis respectivos compañeros de butaca y emociones, Ana y Enric Sopena, me abrazan como cómplices de mi osadía ¡Qué día, madre, qué día! Al día siguiente, la crónica de El Mundo recoge el grito espontáneo de «un periodista de Segovia».
Hace algunos meses, con motivo de mi último viaje a Lérida para estar con mi hijo Víctor, escribí sobre mi sentimiento de que Cataluña huele a España. “Pajarillo pardo, en la Carrera de San Bernardo” de Madrid, hoy huele a Cataluña, huele a atardeceres rojos, a versos de Machado, Hernández, Alberti y Bendetti, a música popular que hizo posible la democracia, a tolerancia amable y a sana convivencia.
Éste sí que es un buen homenaje del que me siento parte agraciada. Lucía del Pozo coge un taxi para llegar puntual al cumpleaños de su nieto. Ana ha quedado con su marido en Pozuelo, y hasta allí la llevo. Vuelvo a casa a tiempo para comer con los míos, y con el depósito de la ilusión repleto, que hasta Marisa y mis hijos me dicen que llego con la cara iluminada. Hoy ha sido un gran día, sin duda, y mañana también.
Qué bonito es recordar todo este torrente de emociones, 18 años después. Me sirven también como sentido adiós a Enric Sopena.