Escrito y publicado en el Periódico El Espinar, en 1994

Cuando en 1917 los mozos de El Espinar llamados a entrar en «quinta», para cumplir el servicio militar obligatorio, decidieron celebrar un festejo taurino en la semana del Caloco, seguro que nun­ca pensaron en que tal acto pasaría a convertirse en algo tan importante para la vida festiva de nuestro municipio. Hoy día, después de muchos años, la fiesta de los Quintos es una tangible realidad, enraizada e institucionalizada en la vida de El Espinar, hasta conseguir el nivel de un rito, con sus normas, su protocolo, su liturgia y su respaldo social. Con el paso de los años, la imaginación creativa de cada Quinta ha ido manteniendo la tradición y enriqueciendo la fiesta con nuevas aportacio­nes: la caldereta del viernes, el desfile de los quintos de los 25 años, las cenas de compañerismo…

 

 

 

 

Mucho más que una juerga

Hace más de 20 años que toreé (es un decir) y cada vez me voy dando más cuenta que este rito trasciende con mucho a la pura y simple diversión de unos jóvenes que, aprove­chando las fiestas del pueblo, se corren una juerga, tal cómo sucede en muchas localidades. Si bien es cierta la expresión de que «sólo se es quinto una vez en la vida«, en El Espinar esta fiesta es de todos. Llegando el Caloco, todos somos un poco quintos, y muy especialmente los padres y abuelos. Pasan los años, y espero vivir con la mayor ilusión el hecho de ver bajar a mis hijos, con sus manolas, desde el Altozano. Supongo que el mismo sentimiento alberga a mis padres respecto a sus nietos. También es algo de todo el pueblo, pues si la plaza de toros estuviera medio vacía, todo esto no pasaría de ser una simple fiesta privada, que perdería fuelle, año tras año.

Tan enraizados están «Los Quintos» en nuestra cultura espinariega, que puede servir como ejemplo esta pequeña anécdota: acababa de nacer mi primer hijo en el Hospital de Segovia. Segundo, el de Pra­dos, rebosaba de alegría porque su mujer, Conchi, también había tenido esa misma un niño, al que llamaría David. Nos abrazarnos en la sala de espera y las primeras palabras que me dijo fueron estas: «Nos sen­taremos juntos en la plaza de toros para tirarles el paquete de tabaco». Acababan de nacer y ya estábamos pensando en verlos adultos, ratificando su mayoría de edad ante todo el pueblo. Y hasta mi hijo Pablo, de cuatro años, cuando le pregunto a qué juega en el cole, me contesta: «A los quintos, to­reamos y llevamos manolas«. «Los quintos«, tal cómo no­sotros lo vivimos, es un ver­dadero «rito de paso a la madurez». Es la fecha festiva, al margen del Código Civil, que determina el paso crucial y responsable de joven a adulto.

«Dejadlo en paz, son cosas de Quintos»

Sin embargo, ahora que estamos en invierno (y estamos los que somos), con la capacidad de reflexión que da el frío y la tranquilidad, es buen momento para analizar, sin calor y sin plisa, sobre to­das las cosas buenas de nues­tra fiesta y también sobre las que conviene corregir:

Tirar la limonada al aire, en el acto de la lectura del pregón, con riesgo de manchar a los asistentes, ni es tradición ni debe serlo.

Intentar hacer tradición barata del hecho de «pintar« a los de 15 años, con productos in­confesables, ha desembocado en un acto que, lejos de ser festivo y gracioso, es grotesco y peligroso. He sido testigo de quemaduras, alergias e infec­ciones oculares, fruto de esa burrada. Somos tan brutos que, cuando el daño sea irrepa­rable, seremos capaces de re­currir a los chistes de Gila: «Jo, mi hijo se quedó ciego pero hay que ver la risa que nos pasamos«.

Romper la luna de un bar o de una frutería es algo que no se arregla pagando los destrozos ni la sanción gubernativa. Hay cosas que no se solucionan con dinero, dinero que, para colmo, casi siempre suele salir del bolsillo de los padres. Además, unos hombres de 19 años, para hacerse respetar, no necesitan garrotas ni bates de béisbol.

Permitir a niños beber hasta emborracharse, en los locales de los quintos o de los pre­quintos, no es ningún signo de madurez. Y en esta historia del «beber por beber», hay mucho que hablar sobre la cultura del alcohol y del macho.

Destrozar el local de otra quinta o invadir los centros escolares, con la mera excusa de que otras quintas lo han hecho antes, no es un gesto propio de personas adultas.

No pretendo exagerar, pero tampoco minimizar, unos hechos que me duelen como al primero, pero resultaría un poco cínico cerrar los ojos a una serie de cosas que todos conocemos, que sólo comentamos en privado y que de­masiadas veces justificamos con el socorrido «dejadlo en paz, son cosas de quintos».

La raíz del pasado

Quiero a esta fiesta por mu­chas y poderosas razones, por eso me siento en la respon­sabilidad de decir todo esto y recordar a todos los vecinos y a las instituciones que el futuro de nuestro pueblo ha de cimen­tarse en nuestra cultura y nuestras tradiciones, y que los desmanes no se solucionan con lamentos ni se enmiendan con sanciones postreras en hierro frío. En la educación preven­tiva debemos estar todos.

Dicho todo esto, y por otra parte, uno de los problemas más graves que inconscien­temente hemos legado a nues­tra juventud es que viven una cultura audiovisual violenta, consumista e insolidaria, sin pasado, sin memoria histórica, sin raíces, sin referencias éti­cas. Personalmente, y frente a todo esto, creo que es bueno el hecho de que nuestros hijos vivan y se identifiquen con las viejas tradiciones, en fiestas como ésta, cuyos verdaderos valores positi­vos han quedado acuñados y forman parte de la historia de nuestro pueblo.

En 2024, cuando David y Juan Andrés tienen ya 48 años, la fiesta sigue viva y ellos continúan siendo quintos.