Así me despedí, en diciembre de 2015.

Pronto cumpliré mi última guardia como enfermero del Servicio de Urgencias de Atención Primaria, primero en el Hospital Policlínico y luego en el Centro de Salud de San Lorenzo. Comencé en julio de 1990, un mes antes del nacimiento de mi hijo Pablo, cargado de temor y sin una vocación expresa; por suerte, no tardé en descubrir que la clave de mi nuevo trabajo estaba en entenderlo como una actitud de servicio: “Allí dónde nos coloque la vida, estamos para servir”.
En este tiempo me han pasado muchas cosas, algunas fueron tan amargas que prefiero no recordarlas aquí; sin embargo, mi trabajo en el SUAP ha sido razonablemente feliz. Y así, cuando vacíe mi taquilla en esa última guardia, recogeré pocos objetos en mi cartera, porque ya la tengo repleta con la dignidad de haber formado parte, junto a los médicos, del colectivo profesional mejor valorado por la sociedad, ya que somos reconocidos por el 93 %  y sólo cuestionados por el 6 % de la población. La verdad es que nunca he necesitado de encuestas para palpar ese grado de satisfacción, lo he notado cada día en las miradas agradecidas de pacientes y familiares, cuando las enfermeras curamos con apósitos de cariño y una sonrisa.
Ahora comienzo a sentir un vértigo desconocido, noto como si se me abriera un abismo entre el espacio que voy a cerrar y el nuevo que asoma. Entiendo, pues, la angustia que para muchos supone este trauma vital, pero creo que lo superaré enseguida, pues si he anticipado algo mi jubilación no es porque me encuentre cansado ni tenga prisa en disfrutar cuanto antes de un ocio merecido, sino porque veo cómo mi tiempo cada vez es más escaso y valioso, y deseo usar el que me resta en vivirlo de forma coherente; por ejemplo, en intentar aprobar alguna de las asignaturas que aún tengo pendientes.
Las enfermeras nos jubilamos, pero no de nuestro compromiso con la sanidad pública, que debemos seguir defendiéndola como el primer valor de esta democracia herida y oxidada; ahí estaré siempre, con una actitud crítica y serena; también, para reivindicar un mejor trato hacia la enfermería por parte de la administración política (de ésta, de las anteriores y de las que vengan), cuando actúan sin memoria ni corazón con sus profesionales, atropellando derechos y minando vocaciones. No ha sido mi caso.
No es un error que en esta crónica me haya incluido dos veces en el plural enfermeras, pues ese sustantivo también nos incluye a los enfermeros; en mi caso, hay una anécdota que lo aclara mejor: el último chubasquero que me dio el SACYL venía serigrafiado así, ENFERMERA; de inmediato, me ofrecieron otro con el nombre en masculino, pero decliné el cambio sin darle la menor importancia y desde entonces lucí con naturalidad ese título en la espalda de mi anorak, como un pequeño gesto hacia la corrección del lenguaje sexista, como yo lo entiendo.
No cuelgo mi teclado, pues continúo infectado a piedra y fuego por ese virus apasionante que me empuja cada día a contar historias, ni arrincono mis responsabilidades de seguir atendiendo las obligaciones de mi casa y de mi pequeña empresa, mientras me consideren útil y no estorbe demasiado; los padres no se jubilan nunca y los abuelos mucho menos, tampoco los empresarios que tengan ante sí un proyecto ilusionante que defender.
Y si me queda alguna hora, intentaré ocuparla en conocer mejor la tierra que piso, en aprender algo de lo mucho que ignoro y en enseñar a otros lo poco que sé.
No sé si voy a atender bien los frentes que tengo abiertos, sangrando y en canal, pero al menos ayudarán a que no me aburra; o sea, que he dejado para cuando sea mayor eso de apuntarme a los viajes del Imserso.
En estas últimas guardias ya noto que voy a echar mucho de menos el contorno iluminado del Acueducto en la noche y los atardeceres de la Madre Segovia, desde esta atalaya especial de San Lorenzo.
Llega el momento de la despedida, y duele. A mis compañeras y compañeros: “Gracias por haberme aceptado y aguantado tanto, en especial al que me acogió en su equipo desde el primer día, Santi Goya, sin que nos hayamos separado nunca: ¡Cuidadle bien, que si no vuelvo!
Y a esta bella e irrepetible ciudad , cuyas entrañas he recorrido durante este cuarto de siglo, tres palabras: “Segovia, te quiero”.