Al leer el titular, muchos habéis pensado en Las Arenas. Yo también. Si damos un salto atrás de medio siglo, más o menos, recordamos que aquella playa popular tenía un encanto cargado de frescura, cuando, a falta de infraestructuras, multiplicábamos nuestros recursos y derrochábamos imaginación hasta para refrescarnos.
La playa de Las Arenas había surgido de manera espontánea en un arenal de la ribera del Eresma, junto a un remanso natural del río. A finales de los años sesenta del siglo XX, el Consistorio puso bancos, vestuarios, merendero y hasta un puesto de la Cruz Roja. En verano, la afluencia diaria era notable y culminaba los fines de semana, como una romería sin santo, pero con tortilla de patata, sandía y bañador. Segovia no tenía mar, pero disfrutábamos de playa.
En la Transición, los periodistas más jóvenes de los medios segovianos coincidíamos en aquel chiringuito con nuestros respectivos bocadillos, intercambiábamos algún cromo noticiable sobre las intrigas que se cocían y nos jugábamos en una mesa de la terraza las copas de anís al “tute cabrón”. Luego, volvíamos a las respectivas redacciones con las pilas cargadas para informar de las cosas que pasaban y, al mismo tiempo, empujar el carro de la democracia que, cargada de libertades, se resistía en llegar.
No fue una experiencia aislada. En cada pueblo con río, el personal encontraba su propia playa. La Boca del Asno de Valsaín siempre ha sido un hervidero, y también el Chorro de Navafría. La poza del río Gudillos, bajo el apeadero de San Rafael, congregaba multitud de bañistas y turistas, pues muchos llegaban en tren desde Madrid. Los distintos ríos de la provincia repartían espacios espontáneos de baño por sus cauces. Segovia necesitaba refrescarse y desnudarse de prejuicios.
En terrenos comuneros de La Panera del río Moros, junto a los restos de la venta y del molino harinero del Cornejo, sobre pozas naturales de antaño, se instalaron unas piscinas alimentadas con el agua fría del río, a las que siguen acudiendo numerosos madrileños en coches y autocares, desde hace medio siglo. En Madrid ya no queda sitio para nadie. Con los años, municipios, urbanizaciones y particulares fueron incorporando una dilatada red de piscinas. A grandes rasgos, esta es una breve estampa de aquellas “playas”.
En el siglo XXI, la playa de Segovia está en Benidorm. Esto es incuestionable, lo escribo con presencia y datos. Durante las dos décadas de Viajes Tierra, Marisa y Clara vendieron más paquetes vacacionales y más viajes colectivos a Benidorm que al resto de destinos turísticos. Ahora, lo palpo todos los días con conocidos de Segovia y El Espinar en la playa, la calle, el parque, el bar y el paseo peatonal, cuyo nombre ha sido cambiado por el tópico saludo de cada encuentro: ¡… Tú aquí!
Mantengo con este lugar un romance muy largo, que a mí me resulta corto. La vida, la empresa y la agencia de viajes me han llevado de aquí para allá, mucho y muy lejos, tanto que ya me he cansado. Es muy raro que repita algún destino, pero a Beniyork vuelvo una y otra vez a lo largo del año; y luego regreso pronto a mis raíces, porque en mi pueblo están mis nietos y en Segovia mi Judería.
Yo lo llamo Beniyork, por su urbanismo neoyorquino vertical y porque es capital espontánea de mil patrias, y a todas acoge; a cambio, mi sobrina Gema Garrido, que es mucho más exquisita, lo llama Benihorror. Yo sonrío. No sé de una ciudad más denostada, pero nunca discuto, porque conozco bien sus defectos y limitaciones, y vengo a disfrutarla, no a cambiarla.
Disfruto de su clima, que me empuja a bañarme en el mar cada mes del año; tengo repartidas por sus rincones vivencias felices, de cuando mis hijos iban agarrados a mi mano; me contagia la cara de felicidad que llevan las personas con las que me cruzo, ¡están de vacaciones! La oferta gastronómica es variada y versátil, asequible a cualquier bolsillo. Las segovianas son más de playa y sol, sus parejas buscan las cervezas y las tapas, antes de la paella. Todos nos saludamos con agrado, nada tenemos que ocultar. Anoche, bailamos La Respingona y La chica segoviana en La Cartuja y enseguida se sumaron unos de Cantalejo.
Sobre todo, me tiene enamorado este “mare nostrum”, que me despierta cada día y me acuna por la noche; entremedias, se nos entrega democrático, a todos por igual. Un verso suelto de Serrat alivia mis heridas: “Y si te toca llorar, es mejor frente al mar”. Cuando a cada uno le llegue ese día, que siempre acude, este mar ayuda a liberar esas lágrimas que no deben pudrirse dentro.
Hoy escribo estas líneas aquí, frente al islote solitario que es su icono, cuando el sol se esconde y deja tras de sí un atardecer rojo. Esta noche, varios amigos de mi pueblo (el año pasado fuimos 17) vendrán a nuestro pequeño refugio para compartir una copa, unos pinchos y emplazarnos para el año que viene, otra vez, junto a esta playa que los segovianos tenemos en Beniyork. Cuando hay cariño, surge fácil la tradición.
¿Y qué fue de Las Arenas? Poco a poco, decayó la asistencia. Las instalaciones envejecieron y fueron retiradas. La naturaleza recuperó aquel espacio. Suyo es. Lo primero que haré tras volver a Segovia será reencontrarme con Las Arenas.