El adelantado de Segovia. Juan Andrés Saiz Garrido.
Al lío. Mi propósito de hoy es escribir sobre el turismo desbocado que asoma. Bienvenido sea, ya nos encargaremos de domarlo. Lo dramático sería que no llegara. Eso sí, tenemos que ponernos las pilas para encauzar con elegancia a la muchedumbre que sube muchos días por la calle Real. Es nuestra tarea. Me gusta la canción de nuestra paisana de Veganzones Isabel Aaiún, Potra Salvaje. Tomaré el título como metáfora.
En 1912, se celebró en Segovia y La Granja el V Congreso Internacional de Turismo. Desde entonces, con mayor o menor acierto, no hemos dejado de alentar a este proceso laboral y económico, con fondo cultural. Ha pasado más de un siglo y, tras los estragos de la pandemia, vivimos un aumento de visitantes, en consonancia con otros destinos turísticos de España, algunos de los cuales ya se alarman. Todo crecimiento implica cambios, riesgo y dolor. Hay que afrontarlo con cabeza. No vale el quiero y no quiero, pues no se puede soplar y sorber al mismo tiempo.Cuando algunos turistas me paran por la calle y me preguntan cómo llegar a alguno de los tres iconos de la ciudad (Acueducto, Alcázar y Catedral), tras indicarles el camino, les digo que sería lamentable que volvieran a Madrid con ese limitado botín en la mochila, pues Segovia es mucho más; entonces, me ofrezco como guía apócrifo y les hablo de que en esa plaza singular de Medina del Campo hay dos museos de interés, el Torreón de Lozoya y el Esteban Vicente; y un poco más arriba, en la calle San Agustín, otro que es como un pequeño tesoro escondido, el Rodera Robles, por cuya puerta tenemos que agacharnos para entrar. Desandamos la senda por callejuelas y buscamos la Judería, su Centro Didáctico y el museo de Segovia. Desde la muralla de Juan II, tenemos a la vista la Mujer Muerta, el morabito de la Piedad y el pinarillo del cementerio judío.
Rebasamos la estatua del maestro Marazuela, salimos de la ciudad vieja por la puerta de San Andrés y tomamos el camino verde que baja por la ribera del Clamores, hasta la alameda de la Fuencisla, donde nos esperan el santuario de la patrona y el monasterio y sepulcro de San Juan de la Cruz. A cuatro paso tenemos la Vera Cruz, esa joya solitaria que en el siglo XIX llegó a funcionar como pajar.
Volveremos a la ciudad por la ribera del Eresma, tras visitar el Ingenio de la Casa de la Moneda. A estas alturas, repartida la multitud por espacios menos concurridos, la potra ya es menos fiera y podemos llevarla, por ejemplo, a la vieja pensión de la calle Desamparados, donde sigue viva la impronta de Antonio Machado, con su mente arrugada, tras sentirse en paz con los hombres y en guerra con sus entrañas.
Nos hemos ganado unas cañas en la calle de los vinos y empezaremos por el San Miguel, donde Alejandro da de comer y de beber a un tropel de turistas con generosas tapas por un par de euros, mientras leen en papel El Adelantado. Hay que darle una medalla a Alejandro.
Entonces, me preguntarán sobre dónde comer bien y yo les diré que se guíen por el instinto y el olfato. No me quiero mojar, pero uno se me encara: ¿Y adónde va usted? No me queda otra que decirlos la verdad: Tendremos que coger el coche o un taxi, pues el mejor lechazo lo he comido en Sacramenia; y si busco un buen «tostón», voy a Los Chicos de Villaverde de Íscar; las mejores carnes a la brasa las he celebrado en La Chuleta de Navas de Oro, y la caldereta de cordero más deliciosa en Prádena; en la Abuela de Juarros del Voltoya sirven unas carnes rojas increíbles; cabrito en Santa María; y si quiero cochifrito bueno y barato, con una ensalada de verdel espectacular, en ambiente camionero y campechano, voy al Arriero, frente al Eresma. Algunos miércoles acudo al polígono de Valverde y pido el menú en la Parrilla de Tejadilla: sopa castellana, ensalada, cochinillo asado (está cojonudo), postre casero, agua, vino y gaseosa, 15´90 euros. Es verdad, os lo juro. Otros días me quedo en La Central del Centro de Transportes, que para mí es como comer en casa. En mi casa estoy. ¡ Claro que hay muy buenos restaurantes en la ciudad! Los más afamados se han ganado ese honor a fuerza de calidad, pero debemos apoyar a los restauradores rurales; esos luchadores lo tienen más difícil.
Antes de despedirse, mis turistas accidentales me dicen que esa Segovia no se puede ver en unas horas. ¡Por supuesto que no! Por eso le aconsejo que prolonguen aquí sus días y sus noches, que busquen un buen hospedaje, los hay, que se informen y documenten, que se integren en la ciudad, que empaticen con los lugareños, que se interesen por nuestra cultura, historia y tradiciones, que gocen de la oferta cultural y festiva, que se dejen enamorar por estas piedras que hemos conservado durante siglos, que se adentren en el Guadarrama para recargarse de vida, que dediquen varias jornadas para disfrutar de pueblos especiales, que hagan muchas fotos, que compren libros, muchos libros, discos del Mester y de otros artistas segovianos, productos de la tierra, vinos, postres, recuerdos… A cambio, que cuando se marchen, cuenten siempre lo vivido a los cuatro vientos: han tenido la dicha de conocer la ciudad más bella y acogedora de España, y su provincia.