Hace cosa de cien días publiqué aquí el artículo “Ser quinto”, empujado por la desaparición de mi amigo Teodoro González. Lo concluí con esta frase: “Ahora toca esperar y llorar”. Así ha sido. No es que yo sea adivino, es que llevo muchos años con los ojos abiertos. Fue una fatalidad natural su muerte y su cuerpo ya ha sido encontrado.
En estos tres meses angustiosos han pasado muchas cosas infructuosas, pero alguna muy importante. Cuando un colectivo humano que está vivo siente que le falta un trozo, se retuerce de dolor y actúa. En este tiempo, mi pueblo se ha movilizado como un solo cuerpo: familia, amigos, quintos, vecinos… Para eso sirven los pueblos, para que, cuando alguno de sus hijos no llega a casa o está en peligro, los vecinos acudan a buscarle y a socorrerle, si cabe. Aunque al final ha sido encontrado por casualidad, la búsqueda desplegada no ha sido estéril. Al regresar las cuadrillas al pueblo, cansadas y decepcionadas por el nulo resultado, sentían la convicción de haber hecho lo correcto, por mucho de que el fruto no hubiera sido el esperado. La ausencia de Teodoro nos ha desgarrado, pero también ha servido para unir el dolor de su pueblo en un sentimiento común. Eso es mucho.
Todos morimos. Mientras llega ese día, creo que lo mejor que podemos hacer es disfrutar del camino, embarcados en proyectos nobles y unidos a gente buena. Teodoro ha sido para mí, a lo largo de estos 73 años, un buen compañero de viaje; cuando coincidíamos, nos entendíamos con una simple mirada; ambos éramos conscientes de que habíamos desarrollado sensibilidades distintas, pero eso no nos separaba, sino que reforzaba nuestro cariño, y repasar nuestras diferencias nos hacía reír. Si hay bondad, creo que enriquece más compartir vivencias con personas de mentalidad distinta que con otras iguales.
Hace casi diez meses, al final de la comida colectiva de San Antón, cuando los dulzaineros de San Rafael interpretaron la canción “Que se ponga de pie”, me acerqué a la mesa de Marisa y Teodoro, y me senté al lado de mi quinto, antes de que llegara nuestro mes: “Quien haya nacido en septiembre, que se ponga de pie / que alce su copa llena de vino y beba hasta el final”. Teo y y nos levantamos al tiempo, cantamos en alto, con toda la cofradía, bebimos y nos abrazamos. La vida es eso, cuatro emociones mágicas, y poco más; también, hay que estar muy atentos para atraparlas; si te descuidas, esos momentos vuelan, y lo que se va no vuelve.
En estos últimos meses de dolor y espera, he revisado nuestra trayectoria juntos: de niños, jugábamos a las chapas y a las canicas en los jardines de la plaza del Ayuntamiento; crecimos inmersos en la cultura y las tradiciones espinariegas, y en ellas seguimos; estudiamos al tiempo el bachillerato por libre; nos contrataron como extras en un par de películas rodadas en el pueblo (¡qué risas!); fuimos quintos, de la misma cuadrilla; en aquella ardiente juventud, nos desparramamos juntos muchas noches, me contó sus caminos de peregrino a Santiago y me alentaba sin éxito a esa experiencia. Otras historias ya las conté.
Tan cerca te he sentido en estos cien días, que ahora te veo real ante mis ojos, con esa mueca burlona tan tuya: me ganabas al ajedrez y al billar, leías entre líneas y con guasa algunos pasajes de mis libros, veíamos crecer a nuestros respectivos hijos con ojos cómplices, recuperamos el sentimiento de grupo al lado de nuestros quintos, nos confesábamos el placer de nuestra nueva condición de abuelos, beber dos cervezas a tu lado era una fiesta; ante algún problema personal, siempre aparecía el bálsamo del otro, como la sangre a la herida… Sin duda, esto es amistad.
Eras un caminante consumado, te movías con autoridad por el monte y el campo, pero el 31 de julio un sol abrasador te retó en terreno desconocido, cuando más fuerte pegaba, hasta desorientarte en tu regreso a la morada familiar de Cilleruelo de San Mamés. Ese día la temperatura superó los 40 grados en el entorno de Moral de Hornuez. Mucho calor en un páramo tan extenso, sin sombra donde cobijarte. Tras el desenlace, entiendo que caminaste errante durante varios kilómetros, sin rumbo, hasta que el sol te derrotó, sin piedad. El hombre ante la naturaleza. Podemos dominar al camino, pero no al sol. Aún no hemos terminado de contar cadáveres por la Dana de Valencia. Hace cosa de tres mil años, Salomón sentenció con frase bíblica que no había nada nuevo bajo el sol.
Ya llega San Antón. El 17 de enero será la comida de la cofradía; al llegar el turno de los nacidos en septiembre, levantaré mi copa y beberé en tu memoria, querido amigo. También te tendré presente en el Portalón, cuando el Caloco baje al pueblo, en septiembre, y evocaré que llevabas una medalla de nuestro Cristo, colgada de tu cuello, el día que, por fin, un samaritano te encontró, cerca de Maderuelo.
Alumbrados por el tesón de tu familia, cada uno hemos hecho lo que nos correspondía: buscarte, llorar y esperar. Ya podemos descansar en paz. En adelante, te recordaremos con cariño. Hay que seguir caminando.