El ancho Guadarrama es ese ente sobrehumano que en silencio absorbe millones de toneladas de dióxido de carbono y las transforma en oxígeno para que los segovianos podamos respirar cada día; ese aire puro alimenta también a las almas que se hacinan más allá, en la capital de España; esta sierra es, además, una barrera cultural, forjada por versos de buen amor, miles de soles, barrancos hondos y vientos que cantan, que nos protege de las invasiones bárbaras (ahí lo dejo); y es, sobre todo, una histórica reserva de vida y belleza, eso que ahora llamamos ecosistema, 30.000 hectáreas donde el hombre convive con numerosas especies, en varios pinares de diferentes dueños. No me importa demasiado quienes tiene ahora sus títulos de propiedad. Sé que es mío, sé que nuestro. El Guadarrama es de los que hemos sabido conservarlo a lo largo de los siglos.
Aquella frase ingeniosa de Perich, en Autopista, «Cuando un monte se quema, algo suyo se quema… señor Conde», para los segovianos se quedó en un chiste brillante y nada más, porque aquí, si se quema el Guadarrama, se quema lo nuestro, nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Siempre ha estado en peligro. El fuego es su principal enemigo y acecha cada vez más.
En agosto de 2019, un incendio castigó fuerte al pinar de La Granja, mantuvo en vilo a todo el contorno durante muchos días y calcinó 380 hectáreas. El pasado 1 de agosto, en la ladera de Peña Bercial de La Garganta, un rayo de una tormenta seca sufrida días antes, como si fuera magia, se mantuvo latente a lo largo del fuste de un pino, hasta que encontró oxígeno en sus raíces y prendió la llama. Una vez percibida la columna de humo, el retén de la zona actuó rápido y se activaron los medios de extinción de la Junta y del Ayuntamiento, incluso acudieron dos helicópteros más de la Comunidad de Madrid, hasta que surgió la coincidencia de otro fuego en la vertiente madrileña.
Castigado por el agua de las cestas que los helicópteros tomaban de los dos pantanos y cercado el frente en tierra con una línea de protección, abierta por el personal con motosierras y maquinaria pesada, se consiguió evitar que se extendiera a la vaguada de los Ojos del río Moros; de llegar a allí, podría haber crecido, en chimenea, y convertirse en tragedia medioambiental. Estuvo cerca. Afortunadamente, tras una jornada interminable, día y noche, se controló al segundo día y se dio por extinguido al cuarto.
Antaño, para sofocar los fuegos, los vecinos subíamos en la baca de los camiones a toque de sirena y campana, y echábamos mano de retamas, hachas, palas y azadones. De joven acudí a bastantes, ya no; por mucho que me lo pida el cuerpo, sé que allí arriba ahora puedo ser un estorbo. En el siglo 21, los fuegos se previenen y sofocan de forma ordenada, por bomberos profesionales, con protocolos y avances técnicos. Pero hoy tengo dudas.
A este incendio de La Garganta acudieron numerosos vecinos de forma espontánea, principalmente trabajadores del monte, algunos muy conocedores del terreno; con motosierras y batefuegos se pusieron a las órdenes del agente forestal adecuado, pues la autoridad en un incendio se adivina en quien la tiene. Me consta que la intervención de esos vecinos esta vez fue muy eficaz. Al día siguiente, el Ayuntamiento agradeció su colaboración y pidió que ya no subieran más voluntarios, pues no cesaban de sumarse y el fuego ya estaba controlado.
Está claro que sufriremos incendios cada vez más graves en nuestra sierra, las causas y los peligros aumentan. Habrá que invertir mucho en trabajos de prevención y cursos, a lo largo del año; reforzar aún más la vigilancia y la detección, en los meses de alto riesgo; y plantearnos, sin prisas ni olvido, la formación de retenes integrados por vecinos comprometidos, como un área específica del servicio de Protección Civil, en complemento a las brigadas profesionales. Tenemos tarea, se quema lo nuestro.
Ahora que paso más tiempo en la ciudad que en mi pueblo, compruebo que por las venas de los segovianos también corre sangre gabarrera, a fuerza de levantarse cada mañana y tener ante sus ojos a esos montes. Creo que el Guadarrama va imprimiendo en nosotros una personalidad común. Somos como somos porque así lo ha querido esta sierra: altivos, generosos en el amor y la amistad, fríos como las heladas de invierno, amantes de nuestras tradiciones, orgullosos de estos montes, a los que amamos, sufrimos y defendemos, solidarios en cuanto surge la llama… En fin, estas y muchas cosas más que yo defino a veces como alma gabarrera.
Una vez sofocado un incendio, a pesar de los daños, los bomberos forestales suelen bajar del monte con la cara iluminada y una satisfacción interior, consiguiente al trabajo bien hecho. Pero hoy no hay hueco para sonrisas, pues ha fallecido a los 49 años el segoviano José David García «Joseba», uno de los nuestros, bombero forestal, soldado cooperante en Bosnia, amante de la cultura serrana y de los deportes autóctonos de la corta de troncos, con hacha y tronzador. Fue el portavoz de las brigadas de bomberos forestales en la fiesta de Los Gabarreros de El Espinar de 2016, distinguidos ese año como pregoneros.
El cáncer no respeta la edad, la bondad ni la fortaleza física de un deportista; a veces, sin razón, es como el fuego: repentino, imparable y fatal. Lo sé.
«Descansa en paz, gabarrero».
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